lunes, 19 de octubre de 2015

Je vois la vie en rose...

En mi pueblo siempre se ha hablado de aquella chica. Ella es el objeto de todo rumor o comentario que circula a través de las bocas resecas y curiosas de las mujeres mayores que habitan la zona. Es una chica joven, de dulces y finas proporciones, con la tez blanquecina y delicada, como de cristal. Lo curioso es que nunca nadie ha llegado a verle el rostro. Todo el mundo le ha visto sentada al borde del peñón, de cara al profundo mar. De vez en cuando canturreaba dulcemente La Vie en Rose, con un marcado acento francés. Se colocaba un reloj de hombre dorado y desgastado a su lado y daba de comer a las gaviotas con peces.
Lo más destacable de ella era su abundante cabellera pelirroja, rizada e interminable. Cuando contemplaba las ondas zafiro del mar se mantenía absorta, y parecía que cada bucle de sus cabellos se acompasaba al ritmo intermitente de las olas que transitaban por aquel universo de agua. Un pescador que frecuentaba la zona del peñón decidió acercarse un día a preguntarle amablemente el por qué de sus largas estancias mirando aquel paisaje. Ella le respondió con una voz amarga y descompuesta, sin apartar la mirada del agua que ese era su cometido. Que él le estaba esperando. El pescador, perplejo, se aventuró a preguntar quién era esa persona con la que tanto fervor esperaba. Entonces, se giró.
Era una cara redonda, enmarcada por la abundante cascada roja a ambos lados, una pequeña nariz respingona de duende, y unos ojos azules tan profundos y misteriosos como aquello que contemplaban tan fijamente. Eran unos ojos hermosos, pero había algo que no supo describir, algo que hizo estremecer hasta la última fibra de su ser.
Sufrimiento, dolor, angustia y soledad eran superlativos en aquellos pozos oscuros y sombríos. Sus labios estaban secos, doloridos. Ese sentimiento inundó al pescador, como una enfermedad altamente contagiosa, alojándose en su alma, retorciéndole sin piedad su corazón. Tras un intenso intercambio de miradas, ella esbozó una sonrisa casi imperceptible. Se limitó a señalar a las gaviotas y a murmurar que eso le había encomendado. Él, a medida que pasaban los días la observaba desde lejos, maravillado, cómo comprobaba la hora, y lentamente, con sus manos de hada, cogía un pez y lo tiraba hacia las gaviotas. La amaba en silencio. Amaba su pelo, sus movimientos gráciles, y su sonrisa leve pero cargada de amor y de sentimiento. Estaba volviéndose loco.
Un día tan normal como cualquier otro, en una hora tan normal como cualquier otra, cambió toda la vida marítima por completo. Se desató la tormenta más fiera de todas las habidas hasta el momento, miles de árboles cayeron, las olas estallaban con fuerza contra la tierra. Si antes estaba loco, ahora estaba a punto de tirarse los pelos. Días y días seguidos. Un día por fin paró. Corrió en busca de la misteriosa chica del peñón. Miró a su alrededor y estaba todo destrozado. Y ella no estaba. Ni rastro. Las gaviotas tampoco estaban. Observó el mar y atisbó helado una gran mancha roja intensa en el fondo. Pero no era rojo sangre. Otro rojo, uno que él conocía muy bien.
Desolado, alzó la vista al plomizo horizonte, De pronto, una gaviota se posó en el huesudo hombro del hombre. Perplejo, intentó espantarla, pero no se fue. Permaneció impasible, Dejó caer un reloj dorado que parecía de un hombre. Acto seguido, la gaviota pegó un salto, postrándose ante él imponente e inquisitiva. El pescador, que no daba crédito, esbozó una leve sonrisa, y entre lágrimas, se rió. Agarró el reloj fuertemente y se sentó, con las piernas en el borde.
Quand il me prend dans ce bras, il me parle tout bas, je vois la vie en rose...