jueves, 1 de diciembre de 2016

Anatomía del cielo.

El día se tornó sin previo aviso lluvioso, como si de la típica estampa inglesa se tratase. Pero no era Inglaterra. Por eso me extrañó. Lo único que me apetecía ahora era un café caliente y humeante con leche de avena.
 Las cortinas dejaban pasar unas tonalidades rosas y anaranjadas que se fundían con la pared, infundiéndome cierta sensación de calidez a pesar de todo. Se ajustaban a los pequeños montículos del gotelé como si fuesen ondas de un mar rojo de lava. Llegó a mi agarrotada y enrojecida nariz un olor  reconfortante de café y leche de avena.
Notaba un frío glacial en mi ser, como si me paralizasen los músculos. Demasiado que hacer. Demasiado que retener en mi mente. Demasiado que pensar. Demasiado.
 Mi mente se hallaba en una encrucijada: pero ésta estaba a su vez calculando y organizando las próximas dos horas que iban a ser una pura maratón memorial. Yo como tal trabajaba, pero los datos fluían como meros soplos de aire sin importancia por mi corteza cerebral, paseándose caprichosamente y jugando conmigo en vez de quedarse estáticos, como debía ser.
Durante este juego desequilibrado apareció la leona de la casa, dándose cabezazos sordos contra la pobre puerta. Su pelo abundante y sedoso de la cola me recorrió el tobillo sutilmente, como si pensase que no le hubiera oído.
Resoplé. Lo que hacía siempre sin excepción era subirse sobre mi ordenador y esperar a que le diese caricias en su tupido vientre, mostrándomelo mientras emitía ronroneos de una forma bastante estridente y alta. Pero esta vez no iba a ser, no. Hoy sí que no.
Sí, se subió a la mesa, pero no se fue hacia mi ordenador. Simplemente, se sentó, tan grácil como siempre, y se puso a observar el cielo lluvioso fijamente, con las orejas puntiagudas recortadas sobre el fondo, como si nada más importase en el mundo. Pareció pararse el tiempo, mientras ella giraba la cabeza con curiosidad mientras contemplaba con fervor cómo simples gotas se chocaban y resbalaban contra el cristal. Como una frontera invisible que le separaba a ella y a mí de aquel frío y cruel pero a la vez bello mundo. Y llamadme loca, pero sé que lo hizo para que me levantase de aquella gastada silla para ir a por el café con leche de avena. Tomando sorbos lentamente para no abrasarme, me coloqué a gusto, y, como ella, me puse a mirar el cielo. Como si nada importase.
Y es que era cierto, nada importaba más que eso en ese momento.