domingo, 25 de septiembre de 2016

Bosque, agujero negro e hilo.

Estimada hoja de servilleta rosa:
Ya puedo moverme. A pesar del dolor he podido deslizar las piernas, estirar un poco el abdomen para acercarme a la baja silla del comedor y poder relatar esta gran hazaña que me acaba de suceder.
Pero por supuesto, voy a explicar las circunstancias de mi paradero: las cinco de la tarde, las cuatro en las islas canarias. Estoy sola como podréis pensar muy razonablemente en un albergue cerca de la sierra de Zamora. Un lugar perfecto para perderse y solitario,  justo lo que yo busco en verano. Por la noche se ve un cielo perfecto para ver las estrellas y buscar constelaciones. Lo peor de todo son los bichos.  Desde saltamontes en la cama hasta mosquitos en el revuelto de ajetes y gambas para cenar, no hay escapatoria. En cuanto a la decoración, he de decir que está absolutamente todo hecho de madera, hasta la silla donde me estoy sentando. No me extrañaría que alguien se marease mirando fijamente a cualquier lado por el infinito entramado de madera de la estancia. Además, está lleno de encaje. El papel higiénico está cubierto por una tela con encaje,  el mantel tiene un reborde de encaje blanco espeso, entre otras muchas cosas más. Parece una casa de la abuela. Solo le faltan las rollizas figuras de niños de porcelana con los pómulos sonrosados e hinchados haciendo tareas cotidianas con sus amigos mirándote con cara compasiva, como si te estuviesen pidiendo que les sacases de ahí. Si no fuese por ese detalle ínfimo os juro que pensaría que mi abuela se ha mudado a la montaña y se ha instalado en este pequeño bungalow. Por cierto, el dolor que sufro es de ovarios, el que no deseo a nadie, pues no ha habido dolor como éste que me mantenga inmovilizada en posición fetal durante dos horas. Por lo tanto, es obvio que mi familia se haya ido a hacer escalada. Me insistieron para que fuese, pero yo les dije que lo máximo que iba a poder subir era dos o tres metros si alguien me empujaba hacia arriba con mi posición de pelota. Después los metros que bajaría pendiente abajo inmovilizada serían muchos más de dos o tres.
Miré por la ventana el paisaje de postal de hoy: las nubes habían escapado para dejar mostrar el lustroso cielo en todo su esplendor, los pinos rellenaban los huecos  de las escarpadas montañas, hasta los geranios de la repisa habían salido, vivaces y contentos.
Estuve planteándome un buen rato salir en vista de que mi dolor me había dado una tregua y que el día no era tal para quedarse mirando tras una ventana cuando una ráfaga peluda me acarició el gemelo.
Qué tonta. No he hablado del gato. Ha venido con nosotros, es negro como una sombra y gordinflón. Su color azabache hace que no se distinga nada más que sus ojos color esmeralda. Se postró en la moqueta sin quererlo de forma muy elegante, dando pequeños golpes con la cola en el suelo. Le acaricié la parte trasera de la oreja izquierda mientras entrecerraba los gatunos ojos y ronroneaba.
Me di cuenta, así,  por casualidad, de que de mi camiseta salía un largo hilo. Lo alcé para comprobar su longitud cuando el gato lo miró con sus ojos abiertos al máximo.
Creo que no he comentado bien lo increíbles que son sus ojos: parece que alguien ha estirado una manta larga y peluda de color pistacho sobre aquel mundo curvo. Si los miras detenidamente puedes atisbar unos "pelillos", como brotes de hierba, que han sido paralizados por una granizada, dándoles un tono glacial.
Me tumbé enfrente de él y le mostré el hilo. Sus pupilas se expandieron, arrastrando con ella la selva amazónica que tenía por iris. Parecía un agujero negro que se tragaba toda aquella materia que luego la escupía cuando se contraía al parar el hilo. Mover, expandir. Parar, contraerse. Repetí aquel experimento hasta que me aprendí hasta el último movimiento de esos pelillos, la última montaña y depresión que aparecía en aquellos círculos perfectos. El gato se cansó de mi investigación precaria y hizo un ademán de arañarme sin sacarme las garras.
Cambié de posición por si acaso y me pregunté: ¿Por qué es así?  ¿Tendrá un mundo microscópico en sus ojos?
De perdidos al río.
Miré al techo y estuve convencida de que aquel gato tenía un mundo gigantesco y flexible  por explorar tras esos ojos. Y era mi cometido estudiarlo. Él, por la mirada que me echaba,  parecía reacio a presentarse voluntario.
Básicamente,  quería relatar esta dolorosa pero entretenida tarde que he tenido. Que ya tengo clara la relación  entre un bosque, un agujero negro y un hilo, nada más.
Algún día, gatos, algún día.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Callada

Callada.
Callada, sola pero rodeada de gente. Mis pupilas se mueven, no están fijas. Mis oídos están atentos a  lo que dicen. A todas las conversaciones que hay a mi alrededor. A las miles y millones de palabras y sonidos que intercambian. Algunos están debatiendo. Otros están conversando sobre cosas simples y banales. Preguntan cosas a las que yo sé la respuesta. Algunos argumentos son muy necios, y merece la pena que los rebata. Pero permanezco callada.
 En la perfección del silencio, cuando irrumpen sonidos, permanezco callada. Como un tótem, no despego mis secos labios. Mis cuerdas vocales no vibran. No quiero que vibren. No necesito que vibren.
No quiero hablar. No me apetece pronunciarme para aportar comentarios necios y vacíos. No me siento avergonzada por no hablar. No quiero hablar. No puedo hablar.
No tengo nada que ver con esa gente. No necesito saber sobre ellos. No quiero saber sobre ellos. No necesitan saber sobre mí. No quieren saber sobre mí.
Entonces, ¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué hay una fuerza invisible que aunque no quiera, me persigue y me atosiga? No quiero estar aquí. No quiero. No quiero nada.
Me dejaré llevar a ningún lugar. A lo mejor soy yo. O son ellos. O es que no tengo claro si quiero o si no. ¿Si sí o si no qué? La cabeza me da vueltas. Los sonidos resuenan y rebotan en mi cabeza. Me palpita, causando una dolorosa sensación de mareo. No siento el asiento del autobús. Sólo los oigo a ellos. No puedo prestar atención a nada más. Pero no quiero prestarles atención. No necesito prestarles atención. ¿O sí quiero? Sólo quiero saber lo que quiero. Y lo que necesito.
Necesito algo, pero no sé. Quiero algo, pero tampoco.
Mientras tanto, permanezco callada.