jueves, 29 de junio de 2017

Hotel polifacético

Me presento: en el centro de mi ser tengo un hotel, un hotel curioso, que nació de mi pecho moribundo y sociable a la vez que ofrece hospedaje a pequeños peregrinos que tras pasar jornadas enteras a la interperie lo único que quieren es un hogar. Pues en mí encuentran todo lo que buscan: una cama, un sillón, y un timón. ¿Un timón? ¿En una habitación? ¿Qué diseñador de interiorismo ha hecho eso?
Sí, señores, un timón. Con él, ellos me dirigen, mueven mi boca, mi expresión, parasitan mis ideales y cambian mi serenidad por prontos o llantos permanentes.
Entre los clientes, suele venir un hombre con los pelos alborotados, con sudadera sucia de ganchitos oliendo  especialmente mal, vago... De todo, la verdad. El pobre hombre solicita siempre una suite de comfort para no moverse de ahí y no tener que bajar al buffet libre a probar platos nuevos. Su hermana, totalmente distinta, es una chica atlética, fornida y mundialmente conocida por mover montañas. La verdad, no sé cómo lo hace,  tampoco he podido hablar con ella porque se hospeda muy recurrentemente a mi desgracia (usa como excusa que tiene que mover muchas cosas, demasiadas). Es una pena, pero me encantaría que se quedase, al hotel le es de gran ayuda su simple presencia.
Vino un chico. Pero alguien especial, que acaricia mis paredes con esmero y cariño, que pintarrajea corazones mal dibujados en su mano y luego me los enseña. Un cliente de oro, el que hace la cama de la habitación y se limpia él solo su espacio. Siempre nos pone un 10 en la encuesta de satisfacción, y nosotros a él. Es perfecto. No quiero que se vaya nunca.
Pero a veces los cuervos emprenden el vuelo, y aunque en la encuesta de satisfacción pongan un 10 las cosas son más complicadas (no eres tú, soy yo) y nos dejan desolados, con la habitación zarrapastrosa. Cuesta encontrar clientes 10 para que se queden permanentemente en la habitación que les ofrezco. Más de lo normal. A veces si no les gusta la entrada principal, ni entran a verlo por dentro. Necios, si es mucho más bonito en el interior, qué cosas.
Aunque sin duda, la visita más tristemente relevante es una mujer que viene una vez al mes, con un manto rojo, aterciopelado, alta, tacones de aguja brillantes color burdeos y mirada felina. Es una huésped curiosa, tiene una manía de clavar sus tacones de aguja de tal forma que parece que va a perforar el suelo, provocándole dolor, ya que el suelo siente y palpita también, como cualquiera. De su manto espeso cuelgan cuentas gelatinosas parecidas a rubíes que cuando impactan contra el suelo se convierten en riadas intermitentes de líquido rojo a borbotones que buscan salir al exterior cuanto antes. Me desconcierta, me enfada que clave tanto  y tan fuerte esos tacones, y eso me frustra más que nunca. Grito, pero nadie escucha mis sordas clemencias a la nada. Y ella, miope, contradictoria y sorda también pero más segura que nadie, se marcha tras haber dejado el suelo agujereado. Es curioso, pero cuando se va me da hasta igual los agujeros, como que ya no noto que están ahí. Ya crecerán.
Y así soy yo, un hotel polifacético, un cúmulo de huéspedes cada cuál más interesante de contemplar y hablar.
Esperamos su visita.

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