lunes, 17 de marzo de 2014

Cuando despiertes II


La mañana era clara, resplandeciente y serena. Se oía el trino de unos pájaros cuyo nombre ella desconocía, y la verdad, siempre lo iba a hacer.
Se acercó a las hermosas azaleas y geranios del jardín y rozó sus delgados y ásperos pétalos con las yemas de los dedos con delicadeza. Ese día parecía que todo su jardín se hubiese puesto de acuerdo en establecer una armonía y equilibrio que cubría todo el lugar. La hierba se mecía de un lado hacia el otro repetidamente con la brisa, haciéndole cosquillas en sus desnudos pies.
Cerró los ojos, y esbozando una sonrisa, recordó que por fin ya era verano.
La verdad, ese era el único día que tenía de descanso. Sus flores, la hierba y ella. Oyó la voz de su padre rasgar el apacible y sosegado silencio en el que permanecía embotellada para que volviese al trabajo.
Fue a calzarse y corrió para no hacer esperar a su padre.
Se pasaba las tardes después del colegio ayudando a su padre a cortar leña, en especial hoy  para hacer una hoguera. Hoy era el solsticio de verano y venía toda su familia a asar nubes a la hoguera. Su padre siempre había dicho que las hogueras eran una oportunidad de reunión magnífica para contarse anécdotas recientes, o simples acontecimientos destacables. 
La verdad, a ella no le entusiasmaba especialmente esta fiesta, lo veía como una simple  festividad más en las que la gente se atiborraba a dulces y a comida sin remordimientos mientras se “contaban” (porque lo único que se hacía era comer nubes) esos eventos destacables de los que hablaba su padre.
Para qué mentir, realmente a ella le gustaba el día de cambio de estación porque veía a Amber, su prima.
Se sentó en una silla y se sumió en otro de los muchos silencios pensativos que tenía al día.
Su mente últimamente estaba muy confusa, porque ella siempre había soñado ser médico. Había veces que se iba a la biblioteca del pueblo sola a leer libros de medicina, y se pasaba las tardes allí, solitaria, entre libros viejos y papeles llenos de letras impresas. Algunos libros sería considerable cambiarlos, porque de tanto tiempo que llevaban ahí, siendo leídos por transeúntes ávidos de conocimientos nuevos, de tanto pasar y pasar de página, estaban muy desgastados.
Pero como decía su difunto abuelo: “Los libros son como los humanos; nuestra cubierta y páginas se corroen por el paso del tiempo, pero la información, nuestra esencia, es inmortal”.
La verdad, ella pensaba que el sanar a las personas era una de las únicas cosas que le apasionaban en su monótona y uniforme vida. Bueno, y sus flores, claro está. Pero luego quedaba su padre. Resultaba que él era el encargado de una pequeña y antiquísima tienda mantenida por sus generaciones anteriores que se encargaba de abastecimiento de leña, y no tenía empleados contratados actualmente. El trabajo era costoso, a veces había habido algunos empleados temporales que rápidamente desistieron debido al doloroso trabajo que suponía transportar esos leños pesados.
 Y claro, no podía dejarle solo. Ella era hija única y no había nadie que conociese con quien se pudiese quedar con él. Por lo tanto, ella se tenía que quedar con su padre o si no el negocio familiar se iba a pique. No estaba obligada, pero era lo que tenía que hacer. De una manera u otra se hallaba determinada por su padre. Y la verdad, le daba mucha pena. Pero la familia es lo primero. O al menos, eso le habían enseñado desde bien pequeña.
 Lena, exhausta,  dejó caer los troncos cortados que cargaba al suelo y fue corriendo a abrir la puerta, que acababa de sonar.
Aparecieron primero su primo pequeño Peter, su tía Hortensia, su tío Steve y por último su prima Amber. Saludó a todos y reservó un último y gran abrazo para ella. Su pelo negro y largo iba recogido en una trenza que caía por su espalda. La estrujó entre sus brazos. La echaba de menos. Muchísimo.
-Eh, que me matas-dijo con su tono peculiar después de abrazarla- ¿Qué tal estás?
-Genial, ya estás aquí. Quería verte- dijo ilusionada.
-Yo también me moría de ganas por verte- se abrazaron muy fuertemente. Se sentaron las dos en unas sillas y conversaron alegremente.
Hablaron de absolutamente todo: de sus angustias, de sus amores, de sus miedos, de sus alegrías, y todo en unos cinco minutos que duró la apresurada conversación entre ellas.
-¡A cenar, niñas!- gritó la tía Hortensia en la cocina.
Las dos primas corrieron para coger sitio y para sentarse una al lado de otra. Se empujaron para intentar hacer caer una a la otra del banco de la cocina entre risas y carcajadas.
Lena era muy feliz con su prima, era como si rejuveneciese, como si la niña que residía en su interior aflorase y volviese a ser tan feliz como antaño.
Había estofado de verduras de comer, una de las especialidades de la tía Hortensia. Los presentes en la mesa se pusieron a hablar animadamente mientras cenaban. La cena transcurrió normal y divertida, sin silencios incómodos y con muchas risas. Terminaron de cenar y rápidamente se sentaron en los troncos que con tanto esfuerzo y esmero habían cortado Lena y su padre para la ocasión. Pronto llegaron todos los familiares al rincón de la fogata, y su primo Peter vino cargado con varios álbumes. Eran tantos que el pobre niño, al ser tan pequeñito, casi no se le veían los ojos.
-Tío, he encontrado esto ¿Podemos verlos? Por favor, tío, ¡Di que sí!- dejó la montaña de álbumes al lado suya y se arrodilló rogando al padre de Lena con cara de corderito degollado.
Lena soltó una risita. La verdad que su primo era francamente divertido y teatral. Dramatizaba cualquier escena llevándola al humor.
-Claro que sí, Peter. Venga, por ser el que los ha encontrado, ve repartiendo uno a cada uno, que hay justos
Lena abrió el suyo con cierta curiosidad. Nunca había sabido sobre la existencia de estos álbumes. En la primera página se veía una foto de su padre besando a la mejilla a su madre sonriente.
Ella sonrió amargamente.  Su madre se murió en su parto. No pudo conocerla. Pero por lo que veía en la foto, seguro que era una mujer muy fuerte. Le encantaría haberla conocido. Verla, aunque fuese una vez. Contarle todas las cosas que le rondaban por su cabeza, solamente por tener alguien con quien hablar. 
Decidió apartar esos pensamientos de su mente. Dirigió su vista a la otra foto que se encontraba justo al lado de la otra.
Se quedó muerta. Su mundo colorido se fragmentó en pedazos al posar sus ojos en aquella foto. Salía Lena, con aproximadamente 3 años, abrazada a una niña idéntica a ella. El mismo peinado, la misma cara, el mismo vestido…  Como una gemela

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