La mañana era clara,
resplandeciente y serena. Se oía el trino de unos pájaros cuyo nombre ella
desconocía, y la verdad, siempre lo iba a hacer.
Se acercó a las hermosas azaleas
y geranios del jardín y rozó sus delgados y ásperos pétalos con las yemas de
los dedos con delicadeza. Ese día parecía que todo su jardín se hubiese puesto
de acuerdo en establecer una armonía y equilibrio que cubría todo el lugar. La
hierba se mecía de un lado hacia el otro repetidamente con la brisa, haciéndole
cosquillas en sus desnudos pies.
Cerró los ojos, y esbozando
una sonrisa, recordó que por fin ya era verano.
La verdad, ese era el único
día que tenía de descanso. Sus flores, la hierba y ella. Oyó la voz de su padre
rasgar el apacible y sosegado silencio en el que permanecía embotellada para
que volviese al trabajo.
Fue a calzarse y corrió
para no hacer esperar a su padre.
Se pasaba las tardes
después del colegio ayudando a su padre a cortar leña, en especial hoy para hacer una hoguera. Hoy era el
solsticio de verano y venía toda su familia a asar nubes a la hoguera. Su padre
siempre había dicho que las hogueras eran una oportunidad de reunión magnífica
para contarse anécdotas recientes, o simples acontecimientos destacables.
La verdad, a ella no le
entusiasmaba especialmente esta fiesta, lo veía como una simple festividad más en las que la gente se
atiborraba a dulces y a comida sin remordimientos mientras se “contaban”
(porque lo único que se hacía era comer nubes) esos eventos destacables de los
que hablaba su padre.
Para qué mentir, realmente
a ella le gustaba el día de cambio de estación porque veía a Amber, su prima.
Se sentó en una silla y se
sumió en otro de los muchos silencios pensativos que tenía al día.
Su mente últimamente estaba
muy confusa, porque ella siempre había soñado ser médico. Había veces que se
iba a la biblioteca del pueblo sola a leer libros de medicina, y se pasaba las
tardes allí, solitaria, entre libros viejos y papeles llenos de letras
impresas. Algunos libros sería considerable cambiarlos, porque de tanto tiempo
que llevaban ahí, siendo leídos por transeúntes ávidos de conocimientos nuevos,
de tanto pasar y pasar de página, estaban muy desgastados.
Pero como decía su difunto abuelo:
“Los libros son como los humanos; nuestra cubierta y páginas se corroen por el
paso del tiempo, pero la información, nuestra esencia, es inmortal”.
La verdad, ella pensaba que
el sanar a las personas era una de las únicas cosas que le apasionaban en su
monótona y uniforme vida. Bueno, y sus flores, claro está. Pero luego quedaba
su padre. Resultaba que él era el encargado de una pequeña y antiquísima tienda
mantenida por sus generaciones anteriores que se encargaba de abastecimiento de
leña, y no tenía empleados contratados actualmente. El trabajo era costoso, a
veces había habido algunos empleados temporales que rápidamente desistieron
debido al doloroso trabajo que suponía transportar esos leños pesados.
Y claro, no podía dejarle solo. Ella era hija única y no
había nadie que conociese con quien se pudiese quedar con él. Por lo tanto,
ella se tenía que quedar con su padre o si no el negocio familiar se iba a
pique. No estaba obligada, pero era lo que tenía que hacer. De una manera u
otra se hallaba determinada por su padre. Y la verdad, le daba mucha pena. Pero
la familia es lo primero. O al menos, eso le habían enseñado desde bien
pequeña.
Lena, exhausta, dejó caer los troncos cortados que cargaba al suelo y fue
corriendo a abrir la puerta, que acababa de sonar.
Aparecieron primero su
primo pequeño Peter, su tía Hortensia, su tío Steve y por último su prima
Amber. Saludó a todos y reservó un último y gran abrazo para ella. Su pelo
negro y largo iba recogido en una trenza que caía por su espalda. La estrujó
entre sus brazos. La echaba de menos. Muchísimo.
-Eh, que me matas-dijo con
su tono peculiar después de abrazarla- ¿Qué tal estás?
-Genial, ya estás aquí.
Quería verte- dijo ilusionada.
-Yo también
me moría de ganas por verte- se abrazaron muy fuertemente. Se sentaron las dos
en unas sillas y conversaron alegremente.
Hablaron de
absolutamente todo: de sus angustias, de sus amores, de sus miedos, de sus
alegrías, y todo en unos cinco minutos que duró la apresurada conversación
entre ellas.
-¡A cenar, niñas!- gritó la
tía Hortensia en la cocina.
Las dos primas corrieron
para coger sitio y para sentarse una al lado de otra. Se empujaron para
intentar hacer caer una a la otra del banco de la cocina entre risas y carcajadas.
Lena era muy feliz con su
prima, era como si rejuveneciese, como si la niña que residía en su interior
aflorase y volviese a ser tan feliz como antaño.
Había
estofado de verduras de comer, una de las especialidades de la tía Hortensia.
Los presentes en la mesa se pusieron a hablar animadamente mientras cenaban. La
cena transcurrió normal y divertida, sin silencios incómodos y con muchas
risas. Terminaron de cenar y rápidamente se sentaron en los troncos que con
tanto esfuerzo y esmero habían cortado Lena y su padre para la ocasión. Pronto
llegaron todos los familiares al rincón de la fogata, y su primo Peter vino cargado
con varios álbumes. Eran tantos que el pobre niño, al ser tan pequeñito, casi
no se le veían los ojos.
-Tío, he
encontrado esto ¿Podemos verlos? Por favor, tío, ¡Di que sí!- dejó la montaña
de álbumes al lado suya y se arrodilló rogando al padre de Lena con cara de
corderito degollado.
Lena soltó
una risita. La verdad que su primo era francamente divertido y teatral.
Dramatizaba cualquier escena llevándola al humor.
-Claro que
sí, Peter. Venga, por ser el que los ha encontrado, ve repartiendo uno a cada
uno, que hay justos
Lena abrió el
suyo con cierta curiosidad. Nunca había sabido sobre la existencia de estos
álbumes. En la primera página se veía una foto de su padre besando a la mejilla
a su madre sonriente.
Ella sonrió
amargamente. Su madre se murió en
su parto. No pudo conocerla. Pero por lo que veía en la foto, seguro que era
una mujer muy fuerte. Le encantaría haberla conocido. Verla, aunque fuese una
vez. Contarle todas las cosas que le rondaban por su cabeza, solamente por
tener alguien con quien hablar.
Decidió apartar esos pensamientos de su mente. Dirigió su vista a la otra foto que se encontraba justo al lado de la otra.
Decidió apartar esos pensamientos de su mente. Dirigió su vista a la otra foto que se encontraba justo al lado de la otra.
Se quedó
muerta. Su mundo colorido se fragmentó en pedazos al posar sus ojos en aquella
foto. Salía Lena, con aproximadamente 3 años, abrazada a una niña
idéntica a ella. El mismo peinado, la misma cara, el mismo vestido… Como una
gemela.
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